Música
Poemas nacidos del frío escritos con tinta musical
La pianista Anna Fedorova y el director Rune Bergmann firman con la Franz Schubert Filharmonia una velada cautivadora en el Teatre Tarragona con el Segundo concierto para piano de Rakhmáninov y la Quinta sinfonía de Sibelius

Anna Fedorova, con Rune Bergmann y la Franz Schubert Filharmonia, durante el primer movimiento del Rakhmáninov anoche.
La música aún no había comenzado y el Teatre Tarragona ya hervía con el ritual habitual: sala llena hasta la bandera, mucho público joven y una combinación de colonias intensas y chaquetas arremangadas sobre los regazos que conformaban un pequeño ecosistema propio. Fuera hacía fresco, pero dentro el ambiente era denso, casi compacto, y las mejillas sonrojadas del público no siempre tenían que ver con el romanticismo ruso que vendría después.
Anoche se presentaba un programa de los que imponen respeto: el Segundo Concierto para piano de Rakhmáninov con Anna Fedorova como solista y, en la segunda parte, la Sinfonía n.º 5 de Jean Sibelius bajo la dirección del noruego Rune Bergmann. Fedorova, vestida de rojo y con una elegancia magnífica, habitaba la partitura del compositor ruso con una seguridad desarmante. Bergmann —alto como una farola e igual de visible— conducía una orquesta compacta, con cuerdas homogéneas y metales fiables. El primer movimiento del concierto arrancó con decisión, y la pianista desplegó un dominio que hacía respirar cada arpegio con una claridad admirable. La acústica, terca, hacía la puñeta: en el clímax, la cuerda quedaba estrangulada mientras el «pum-pum» de base emergía con un exceso de celo. Aun así, la flexibilidad de los tempos y una dirección atenta y bien equilibrada permitieron que el romanticismo encontrara espacio para fluir.
Al final del primer movimiento, alguien aplaudió con entusiasmo e inmediatamente recibió una avalancha de «shhh» fervorosos. La famosa cultura del respeto —o quizá el respeto por la cultura— sigue siendo un misterio local: criticamos el aplauso espontáneo, pero toleramos toses, ruidos y pantallas de teléfono encendidas como si formaran parte del programa. Por suerte, el segundo movimiento devolvió el alma al concierto con una entrada de las cuerdas de una poesía ternísima y unos solos de flauta y clarinete deliciosos.

Fedorova y Bergmann, con la Franz Schubert Filharmonia, durante el Segundo Concierto de Rakhmáninov anoche.
El Adagio sostenuto avanzó lleno de inflexiones poéticas, con Fedorova disfrutando cada fraseo y dejando una cadenza de una intensidad serena que cautivó a la sala. El tercer movimiento arrancó con marcha y virtuosismo, y la orquesta respondió con un nivel magnífico: trompas espléndidas, pulso firme y solo algún pequeño tropiezo. Esa dulzura fría que exige la partitura estaba ahí, con una transparencia casi cristalina, hasta un final enérgico que encendió al público y un bis delicadísimo que cerró la primera parte con exquisita elegancia.
La segunda parte se abrió con un Bergmann magnífico al frente de un Sibelius que la orquesta tenía muy trabajado: trémolos de cuerda que parecían infinitos, un solo de fagot para enmarcar y unos metales de una homogeneidad admirable. El director optó por el lirismo más que por la tensión, y la lectura ganaba en calidez. El primer movimiento funcionó con intensidad, aunque con un final que podría haber sido más expansivo. El segundo, con pizzicati sonrientes y maderas finísimas, fue una delicia. En el tercero, cohesión, pulso y un punto de vida hacían avanzar la música pese a las limitaciones acústicas. Los acordes finales, bien resueltos, redondearon una interpretación de gran nivel.
Una velada de una belleza memorable. Para prolongar su hechizo: Rakhmáninov 2 con Kocsis/De Waart y Ashkenazy/Kondrashin; Sibelius 5 con Segerstam/Helsinki y Sir Colin Davis/Boston Symphony.