Diari Més

Música

Una 'Segunda' de Mahler con mucha intensidad y poca poesía

La Franz Schubert Filharmonia y la Orquesta Simón Bolívar de Venezuela celebran el 20.º aniversario del conjunto tarraconense

Tomàs Grau dirige el primer movimiento de la 'Segunda' con la Franz Schubert Filharmonia y la Simón Bolívar compartiendo escenario, ayer domingo en el Teatre Tarragona.

Tomàs Grau dirige el primer movimiento de la 'Segunda' con la Franz Schubert Filharmonia y la Simón Bolívar compartiendo escenario, ayer domingo en el Teatre Tarragona.Tjerk van der Meulen

Joan Lizano Rué

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Altas eran las expectativas y suficientes fueron los resultados en un Teatre Tarragona que ayer domingo por la tarde presentaba un lleno absoluto. Las entradas se habían agotado una semana antes, la sala era un horno y el anfiteatro, reservado para el Coro Nacional de Colombia, coronaba una escena al límite de su capacidad física. La Franz Schubert Filharmonia celebraba su 20.º aniversario con la Segunda sinfonía de Gustav Mahler, compartiendo atril con la Simón Bolívar de Venezuela y reforzada por las voces de Martina Baroni y Katja Maderer. Sobre el papel sonaba a gran ocasión: dos orquestas, un coro de primer nivel y una obra monumental. Pero la realidad acústica del Teatre Tarragona, siempre corta de proyección y poco amable con la sutileza, empujó toda la lectura hacia una trayectoria de menos a más, más física que espiritual, más contundente que poética.

El primer movimiento arrancó con energía, pero pronto quedó claro que la caja acústica del Teatre Tarragona no es precisamente la aliada de Mahler: todo lo sutil se pierde por el camino, mientras la contundencia —esa sí— rebota con entusiasmo. Entre los primeros «shhh», recordatorios involuntarios de que aquí la cultura del silencio y el respeto aún es una asignatura pendiente, y algún espectador que parecía comentar la victoria del Nàstic, Tomàs Grau ofreció una lectura correcta pero sin trascendencia. Los músicos, de categoría, sostenían el edificio con solvencia, pero la línea poética del Totenfeier, esa tensión que debería emerger compás a compás, no acababa de encontrar su sitio. El énfasis puntual en los col legno y algún otro detalle acertado convivían con manierismos que cortaban el discurso y hacían perder respiración a las frases. El final del movimiento, con pizzicatos desiguales hasta que el concertino (Carlos Vegas) acudió al rescate, confirmaba que la coherencia musical aún era un invitado que no había pisado el escenario.

El concertino Carlos Vegas fue uno de los puntos más sólidos e inspirados de la interpretación mahleriana.

El concertino Carlos Vegas fue uno de los puntos más sólidos e inspirados de la interpretación mahleriana.Tjerk van der Meulen

El segundo movimiento demostró que, cuando Grau deja respirar la música y no intenta conducirla con el acelerador pisado, la orquesta florece sola. La cuerda sonó bella y cuidada, llena de una luminosidad inesperada teniendo en cuenta la acústica adversa. Pero el tempo, demasiado animado, robaba parte del carácter de danza y de su encanto natural. El momento surrealista de la tarde lo protagonizó un teléfono móvil, que decidió sumarse a la orquestación con un timbre insistente como un motivo contemporáneo de dudosa inspiración, justo en medio de un pasaje de pizzicatos pastorales. Pastoral, el fragmento de Mahler; el comentario sonoro del espectador, nada. Aun con este cameo digital, la interpretación mantuvo una pulcritud casi clínica, con colores que empezaban a aflorar pero tímidamente. El movimiento avanzaba con buena factura, pero con una emotividad que quedaba a menudo a medio camino —como si la música quisiera decir más de lo que se le permitía.

El tercer movimiento aportó la dosis de energía que hasta entonces había costado entrever. Con un tempo animado, la orquesta parecía liberarse de algunas inercias, y especialmente las trompetas sonaron mucho mejor de lo habitual en el conjunto: claras y bien proyectadas. El concertino, impecable toda la velada, mantuvo la intención y precisión que a menudo faltaba en otras secciones, mientras que la cuerda, pese a algún error de concentración, avanzaba con empuje. Ahora bien, los pasajes más sombríos del movimiento —esos remolinos tenebrosos tan característicos— no lograron inquietar, y las fanfarrias se quedaron a medio gas, sin la incisividad que exige la partitura del compositor bohemio. Y el final, con el tam-tam irrumpiendo desde un silencio muy trabajado, resultó más extraño que conmovedor: aparecía de la nada, hacía acto de presencia y se despedía rápidamente. Un cierre peculiar para un movimiento que apenas empezaba a encender motores. 

La cuerda, trabajada con gran delicadeza, aportó los momentos de mayor belleza sonora.

La cuerda, trabajada con gran delicadeza, aportó los momentos de mayor belleza sonora.Tjerk van der Meulen

Sin pausa llegaba el Urlicht, y aquí la pieza cambiaba de textura como si alguien hubiese abierto una ventana. De repente todo funcionaba: la respiración, el color, la calma. Martina Baroni, situada frente a las arpas e integrada con naturalidad en la sonoridad de la orquesta, ofreció una interpretación de una belleza serena, con una voz cálida, bien proyectada, de dicción clara y expresiva sin exceso alguno. El oboe solista (Pau Roca) aportó un enlace delicioso y la cuerda desplegó un acompañamiento tierno, armonioso y con cuerpo pero sin densidad. Incluso en una sala tan ingrata, la transparencia de la cuerda —muy trabajada a lo largo de la velada— brilló de manera notable. Era el primer movimiento en el que parecía que nadie quería correr a ninguna parte, y eso, en Mahler, ya es media victoria.

El quinto movimiento mostró la mejor cara de la velada, casi como si la obra se hubiese estado guardando el buen vino para el final. Los metales fuera de escena sonaron sorprendentemente coordinados, aportando esa lejanía dramática tan difícil de conseguir. La orquesta, finalmente cohesionada, avanzaba con una épica que hasta entonces sólo había aparecido a tirones: corales majestuosas, texturas bien equilibradas y unos solos de flauta (Ana Ferraz) y piccolo (Neus Puig) realmente espectaculares, dichos con una naturalidad que parecía improvisada (en el mejor sentido). La percusión, abundante y exigida, sostuvo el despliegue con seguridad, más allá de alguna entrada despistada con los platillos. Y entonces llegó el momento: la entrada del Coro Nacional de Colombia desde el anfiteatro, con un Aufersteh’n luminoso, imponente y de una calidad acústica sorprendentemente contundente. El timbre compacto, el equilibrio interno y la intensidad emocional elevaron la obra de categoría de un solo golpe. Las solistas se integraron con elegancia, y la sala entera se puso en pie en una apoteosis final de piel de gallina. El regalo posterior —un Ave verum corpus de Mozart, interpretado en los pasillos y con la cuerda acompañando con delicadeza— cerró la tarde con un momento de belleza inesperada y desarmante.

La sección de viento-madera ofreció un color refinado, vivo y muy bien integrado.

La sección de viento-madera ofreció un color refinado, vivo y muy bien integrado.Tjerk van der Meulen

Gran velada, irregular en su recorrido pero de impacto mayúsculo para Tarragona, que no recibe cada día una Segunda de Mahler con más de un centenar de músicos y un coro de esta categoría. La obra tuvo claroscuros, sí, pero también momentos de auténtico empuje y una apoteosis final que justificó, en parte, la expectativa. Y para quien quiera adentrarse aún más en esta sinfonía monumental, dos versiones de referencia siguen siendo puntos de retorno obligatorio: Leonard Bernstein con la New York Philharmonic (1988), incandescente y emocional hasta el límite, e Iván Fischer con la Budapest Festival Orchestra (2005), transparente, precisa y de una intensidad luminosa sorprendente. Un buen mapa para volver a escuchar —o redescubrir— la Resurrección.

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