Reliquia
Tradición, devoción y fiesta
La ciudad vivió ayer la entrada del Brazo en la Catedral, momento culminante de las fiestas mayores de Santa Tecla

Imagen del momento de la llegada del Brazo al Pla de la Seu, antes de retornar a la Catedral.
La espera en las puertas de la Catedral se hacía eterna. En unos instantes, el Brazo de Santa Tecla completaría la procesión para volver a su capilla. Cientos de personas se agolpaban a los márgenes del paso de la reliquia, dispuestos a no perderse ningún detalle de uno de los instantes más emblemáticos de la fiesta mayor. «Ya sabes que aquí empujan», advertía una madre a su hijo, que vivía la experiencia por primera vez y no parecía muy convencido de querer repetir. «Después de la Bajada esto no puede ser peor», comentaba un joven a su grupo de amigos. Minutos más tarde, con la llegada de las bestias de fuego, quizás se replanteaba sus palabras. La sensación era de caos absoluto, un «sálvese quien pueda» colectivo. Los más atrevidos se adentraban bajo la lluvia de chispas, mientras los más prudentes se esforzaban por encontrar refugio, una misión complicada cuando avanzar un centímetro parecía una odisea entre empujones, gritos y humo de pólvora.
Pocas otras veces las paredes de la Catedral habrán escuchado tantos improperios como los que estallaban ayer al anochecer entre quienes, en el intento de esquivar el fuego, acababan pisando al vecino. Las descargas ensordecedoras del Ball de Serrallonga pusieron fin al momento de pánico, y la gente respiraba aliviada cuando el Àliga se dejaba ver en el Pla de la Seu. Las bestias hacían su llegada, seguidas de los gigantes, y quedaban plantados en su lugar, marcado con un círculo blanco en el suelo. Mientras los bailes pasaban, la multitud se apretaba aún más para dejar paso a la reliquia. De repente, una ráfaga de aire recorrió la plaza y un «oooh» colectivo se expandió entre los asistentes. Algunos, desconcertados, pensaban que se habían perdido algún momento clave. Oxígeno había poco, pero ánimos no faltaban. Los sombreros floridos de la Moixiganga, alzados sobre el público, anunciaban que la procesión llegaría pronto a su fin.
«Ya viene el Brazo», le decía una madre a su hija adolescente, que la recriminaba indignada. «¿Puedes dejar de decirme lo que ya veo?», respondía. La madre, sin escuchar las quejas entre el bullicio, continuaba con su narración (algo que, hay que decirlo, los más pequeños agradecíamos). Y efectivamente, entre la mezcla de músicas y bailes, los castellers de la ciudad se alzaban en pilares mientras la reliquia se abría paso hasta entrar solemnemente en la Catedral, recibida con aplausos, confeti dorado y móviles alzados. La verdad es que la intensidad del momento hacía olvidar cualquier inconveniente anterior. Los silbidos a las autoridades, inevitables como cada año, dieron paso a otro clásico: el «lololo» del Amparito.

El Águila durante la procesión previa a la entrada del Brazo.
Acto seguido, mientras en la Catedral se cantaban los Goigs, el Seguici completaba su bajada por la calle Mayor hasta la plaza de la Font, donde harían la última tanda de lucimiento.