Diari Més

Víctor Amela: Autor de 'Jo hauria pogut salvar Lorca' (Ed.Columna / Destino)

«Como novelista y periodista soy enemigo del olvido y lo combato activamente»

Víctor Amela escribe la historia de su abuelo, Manuel Bonilla, un pastor del Alpujarra que durante la Guerra Civil conoció a Federico García Lorca

Víctor Amela este miércoles en Tarragona.

«Como novelista y periodista tronco enemigo del olvido y lo combato activamente»Gerard Martí

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—El título de la novela es también el punto de partida de la historia. ¿ Quién dice esta frase y quién la escucha?

—La dice mi abuelo materno, Manuel Bonilla, el año 1970, cuando tiene 64 años, y la escucha un niño de diez años, que es su nieto y se llama Víctor, y que soy yo. Estamos juntos en un piso humildísimo en Nou Barris. Es el año 70, Franco vive, no se habla de política. Entonces yo no la entendí, pero unos años después todas las piezas del rompecabezas fueron formando el mosaico que es esta novela.

—¿Qué le hizo decidir investigar todo lo que había detrás de aquella frase?

—Dos cosas. Una pasó diez años después, cuando tengo veinte años, y la otra cuando ya tengo treinta. A veinte años, estamos en una comida de Fin de Año, reunida la familia entera, la materna y la paterna, que sólo se junta el 1 de enero. A mi izquierda tengo el abuelo Manuel Bonilla, de Granada, que ha sido al bando ganador y, a la derecha, mi tío Josep Amela, hermano mayor del padre, que también ha estado a la guerra, pero enviado a la Batalla del Ebre, con la Leva del Biberón y, por lo tanto, perdedor. Yo les hago una pregunta: «¿Cuándo acabó la guerra, donde estabais?». El tío me dice una cosa que nunca se me había llamado, y es que lo enviaron al Penal del Puerto de Santa María, a Cádiz. Y mi abuelo me dice que, a él, también lo enviaron allí, pero a fuera. Los tres entendimos que la guerra los había llevado al mismo lugar, uno como preso, y el otro como ganador, haciendo de guardián. Callaron los dos, y yo también, sentimos como una pena y una vergüenza. Pero aquello que para ellos quizás fue un episodio un poco incómodo, para mí fue una semilla de lo que acabaría pasando después. Diez años más tarde, cuando yo tengo treinta, el abuelo muere y me siento muy culpable de no haber preguntado más. Eso hace que coja el coche y viaje hasta el Alpujarra para conocer la tierra donde había vivido el abuelo y había nacido mi madre.

—¿Su abuelo habría podido salvar Lorca?

—Tuvo la posibilidad, junto con Luis Rosales, amigo y protector de Lorca en Granada, de sacarlo de allí y salvarle la vida. No pudo ser, llegaron cinco horas tarde. Rosales sintió toda la vida la pena de haber fracasado en la protección de su amigo, el admirado poeta y maestro Federico García Lorca. Mi abuelo quizás no sintió esta pena tan grande, porque tenía una distancia mayor, pero conocedor que Lorca había acabado siendo una figura universal, sabía que había estado a punto de poder sacarlo de Granada, porque él era un pastor que se conocía los caminos. No pudo ser, y creo que cuándo me lo dijo, en el año 70, me lo estaba diciendo porque lo estaba reviviendo. Todo eso había pasado treinta y cuatro años antes, un tiempo que en la vida de una persona no es nada.

—En la novela encontramos personas conocidas, como el mismo Lorca, y muchos personajes anónimos. ¿Qué porcentaje hay de realidad y cuál de ficción?

—Salen Lorca y también sacan la cabeza Antonio Machado y Carles Fontserè, el extraordinario cartelista. Todos coincidieron en el tiempo y el espacio. Prácticamente todo lo que explico a la novela es realidad documentada. Mi abuelo se había hecho falangista dos días antes de que fueran a buscar Lorca. Estaba con Luis Rosales, que tenía el poeta acogido en su casa, y fue coprotagonista de una historia que tiene una trascendencia universal. Él era anónimo, no sale en ningún papel, pero sé que estaba. Por lo tanto, como novelista ficciono la actitud que tuvo mi abuelo y las cosas que pudo ver y oir. Yo hago que a las dos últimas noches que Lorca pasó en casa de Rosales, esté también Manuel Bonilla, campesino analfabeto del Alpujarra. Y a través de su mirada, intento que el lector oiga|sienta la emoción de estar también en aquella habitación, escuchando a aquellos hombres hablando de la poesía, de la guerra y de la muerte. Y de cómo lo intentaban convencer para que se marchara de Granada y como él se negaba, «Porque mis torpes andares me harán tropezar por esos barrancos y me haré daño. Y además, si yo me voy y me buscan, todo lo que quieran hacerme a mí se lo harán a mi padre».

—Muchas personas rechazan hablar de hechos como los que relata porque les resultan especialmente dolorosos. ¿Ha sido así, para Usted y su familia?

—Yo tengo la fortuna de que en mi familia no hay resentimiento. Más bien detecto estoicismo, una aceptación de la tristeza. Yo veía dos derrotados, a mi abuelo no lo veía como un ganador, hacía de bedel de tercera en Barcelona y vivía en un piso que, cuando murió, lo derribaron por aluminosis. Quiero explicar mi historia, la de los míos grandes, e invito en todas a las familias a no apartar la mirada. Yo lo hice muchos años, pero se tiene que mirar y entender la desgracia, la vergüenza y el dolor, y desde la distancia que mujer el hecho de ser nieto, explicarlo. Y, después, compartirlo, porque es la manera de entender la historia con mayúsculas. Como novelista y periodista, tronco enemigo del olvido, lo combato activamente e invito a todo el mundo a hacer lo mismo, tenemos que rescatar las historias.

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