Música de cámara
Una velada de almas musicales: homenaje a Rudolf Serkin con Haydn, Mendelssohn y Dvořák
Los Solistas del Festival ofrecen un concierto intenso y conmovedor, con un trío de Mendelssohn excelente, un Haydn fresco y elegante, y un quinteto de Dvořák enérgico y desigual

El quinteto encabezado por Alexander Lonquich interpretando la obra de Dvořák, en el Auditorio Pau Casals. El concierto incluyó también obras de Haydn y Mendelssohn.
El Auditorio Pau Casals del Vendrell acogió este sábado 19 de julio una velada de música de cámara en homenaje a Rudolf Serkin, pianista y fundador del Festival de Marlboro, que marcó a generaciones de músicos con su sensibilidad y humanidad. Bajo el título Per a Rudi, el programa se tejió sutilmente en torno a tres grandes nombres del repertorio clásico y romántico —Haydn, Mendelssohn y Dvořák—, y ofreció una evolución musical llena de vitalidad y contrastes a través de tres formaciones diferentes de intérpretes del proyecto Marlboro Inspired del festival vendrellense.
Con una sala casi llena —mucho más que la velada anterior— y un ambiente agradable gracias a un aire acondicionado bien regulado (algo remarcable en tiempos de calor), el público respondió con silencio, respeto y entusiasmo, aunque con alguna tos esporádica, pese a que se había advertido que el concierto estaba siendo grabado y se pedía el mínimo ruido posible.
Un Haydn fresco, vital y elegante
El primer plato de la noche fue el Cuarteto en re mayor, op. 76 n.º 5 de Joseph Haydn, servido con un refinamiento sonoro que puso en relieve la complicidad entre tres jóvenes músicos —Jakob Kammerlander y Sebastian Gwilt a los violines, y Miquel Garcia al violonchelo— y el violista Jonathan Brown, músico veterano y mentor de la formación. Vestidos todos de negro, ofrecieron una lectura ligera pero sólida, con un sonido limpio y cristalino, nada afectado ni recargado, muy adecuado para la estética clásica y elegante de una obra del padre del cuarteto de cuerda.
La interpretación se distinguió por una gran cohesión de grupo y una actitud fresca y decidida. En el primer movimiento, el primer violín aportó pequeños ornamentos no escritos con gracia, y el tempo fluyó con naturalidad y energía. El segundo movimiento, Largo cantabile e mesto, fue probablemente el momento más lírico del cuarteto, capaz de suspender el tiempo en la sala, con una belleza sencilla pero intensa. El tercer movimiento, con sus juegos rítmicos típicos del minueto haydniano, arrancó más de una sonrisa, y el cuarto, virtuoso y luminoso, cerró la obra con brío. El público reaccionó con bravos y aplausos más que merecidos.

Jakob Kammerlander, Sebastian Gwilt, Jonathan Brown y Miquel Garcia abrieron la velada con una lectura refinada y vital del ‘Cuarteto en re mayor, op. 76 n.º 5’ de Haydn.
Mendelssohn: el milagro de una interpretación memorable
El punto culminante de la velada llegó con el Trío n.º 2, op. 66 de Felix Mendelssohn, interpretado por Pau Fernández al piano, Leonard Fu al violín y Erica Wise al violonchelo. Desplegaron una interpretación llena de vida, lirismo y cohesión, de esas que dejan huella y que los asistentes difícilmente olvidarán. La sonoridad del piano llenaba el espacio con una calidez que envolvía a los otros instrumentos, y la conexión entre los tres intérpretes era absoluta, en una verdadera colaboración en la que nadie intentaba sobresalir por encima del otro, pero todos brillaban con luz propia.

Con una exquisita afinidad musical y una intensidad apasionada, el trío formado por Fu, Fernández, y Wise cautivó al público con una interpretación de alto nivel.
Desde el primer movimiento, abordado con un Allegro energico e con fuoco fiel al carácter que indica la partitura, hasta el cuarto, Allegro appassionato, la interpretación desplegó una intensidad expresiva controlada por una inteligencia musical que evitaba cualquier exceso, sin caer en la exageración ni en el dramatismo fácil. La dinámica fue trabajada con esmero, los contrastes bien medidos, y la tensión dramática sostenida sin romper la fluidez. Fue una de esas interpretaciones en las que el tiempo parece detenerse, y en la que el público —cautivado— casi no se atreve ni a murmurar. La ovación que recibieron fue intensa, emotiva y más que justificada.
Dvořák: luces y sombras de un quinteto desigual
Tras el descanso, llegó el Quinteto para piano y cuerdas en la mayor, op. 81 de Antonín Dvořák, con una nueva formación de músicos que, pese a la ilusión, ofreció una lectura algo más irregular. Alexander Lonquich se incorporaba por primera vez a la velada al piano, acompañado por Cigdem Tuncelli (violín 1), Andreas Siles (violín 2), Gordon Lau (viola) y Mar Gimferrer (violonchelo), todos vestidos de negro excepto Siles, que lucía una camisa verde lago. Un detalle curioso: el pasapáginas de Lonquich era Pau Fernández, el pianista del trío anterior —una muestra más del espíritu colaborativo que respira el festival.

El quinteto encabezado por Alexander Lonquich ofreció una lectura enérgica y expresiva de la obra de Dvořák, con momentos de gran fuerza musical y una entrega llena de carácter.
El primer movimiento, Allegro, ma non tanto, mostró ya algunas tensiones de equilibrio. El piano —de presencia marcada— a menudo sobresalía en los tutti, mientras que los violines tenían un sonido algo fino, con poca proyección. En cambio, el dúo formado por viola y violonchelo funcionaba mejor, más redondeado. La falta de cohesión general hizo que la lectura pareciera fragmentada, con una energía presente pero no siempre canalizada.
El segundo movimiento, la Dumka, resultó irregular. Aunque tuvo pasajes bellos desde el punto de vista sonoro, se percibió cierta afectación en la interpretación, con un aire ligeramente forzado y algunos desequilibrios de conjunto. El tema principal, que se repite en varias ocasiones, perdió naturalidad en algunas reapariciones, como si a los músicos les faltara dejarlo respirar con la sencillez y profundidad que requiere. Faltó un poco más de sinceridad y amplitud expresiva para transmitir plenamente el espíritu melancólico de Dvořák.
Afortunadamente, en el tramo final del segundo movimiento la obra empezó a ‘hacer clic’: los balances se ajustaron, la comunicación entre los músicos mejoró, y por unos instantes apareció la magia que el quinteto merece. El tercer movimiento, un Furiant brillante y rápido, resultó más fluido, y el cuarto movimiento aportó pasión y energía, como una cierta compensación final. Aun así, sobrevoló en la interpretación una sutil inquietud, una sensación de falta de respiración interna, como si los músicos no se atrevieran a dejar que la obra se expandiera con libertad.
A pesar de todo, el público aplaudió con entusiasmo, con bravos y vítores. Como ocurre a menudo con Dvořák, la energía y la calidez melódica de su música conectan de inmediato con el oyente. El grupo ofreció una lectura llena de intención, con momentos de verdadera intensidad expresiva y una entrega sentida. Pese a algunas irregularidades a lo largo del recorrido, el resultado global fue sólido y fiel al espíritu vivo y compartido del festival.
Cámara con alma e intensidad
La velada Per a Rudi fue, en conjunto, una muestra poderosa de la esencia del Festival Pau Casals: una combinación de jóvenes intérpretes y músicos experimentados, unidos por una filosofía de música de cámara entendida como diálogo y colaboración. El trío de Mendelssohn rozó el cielo, el cuarteto de Haydn brilló con frescura y rigor, y el quinteto de Dvořák supo cerrar la noche con empuje.
La dedicatoria a Serkin no podía ser más pertinente. Como escribió Casals: «Entre los pianistas, colocaría aparte a Rudolf Serkin por su profunda y extraordinaria musicalidad». En esta velada, esa musicalidad volvió a cobrar vida, con mayor o menor fortuna según el momento, pero siempre con respeto y amor por el arte.