Recital
Christian Tetzlaff: un violín para tocar el cielo y la tierra
El violinista alemán Christian Tetzlaff llena de virtuosismo y sensibilidad el Auditorio Pau Casals de El Vendrell con un recital en solitario de obras de Bach, Kurtág e Ysaÿe dentro del 44º Festival Internacional de Música

El violinista alemán Christian Tetzlaff, durante el recital en solitario ofrecido el viernes en el Auditorio Pau Casals de El Vendrell.
Hay conciertos que son una exhibición de técnica, otros que emocionan, y algunos que, sin previo aviso, se convierten en una experiencia intensa y memorable. Eso fue lo que ocurrió el viernes por la noche en el Auditorio Pau Casals de El Vendrell, cuando Christian Tetzlaff, uno de los grandes violinistas de nuestro tiempo, ofreció un recital en solitario dentro del 44º Festival Internacional de Música Pau Casals. Fue una velada de intensidad constante, en la que Tetzlaff convirtió la dificultad en fluidez, tocando con una concentración que hablaba más de convicción que de lucimiento.
Con total naturalidad, Tetzlaff salió al escenario con un saludo breve y empezó directamente con la Partita número 2 en re menor de Johann Sebastian Bach. Desde la primera Allemande quedó claro que aquello no sería una lectura decorativa del repertorio. Cada movimiento sonó con una claridad que iba más allá de la precisión: fue una interpretación personal y sincera, con un discurso siempre cargado de sentido. La monumental Ciaccona final fue, directamente, una lección de arquitectura sonora y de humanidad. La sala se hizo pequeña ante la densidad emocional con la que el violinista alemán volcó cuerpo y alma.
Tras una breve salida entre piezas, se quitó la americana y ya no se la volvería a poner. Continuó con la Sonata número 3 en do mayor, también de Bach. Aquí su dominio del contrapunto alcanzó cotas vertiginosas: la Fuga, en particular, fue un ejercicio de concentración sin caer en el virtuosismo frío.

Con un sonido nítido y lleno de matices, el violinista alemán desplegó su lenguaje musical en un recital en solitario que cautivó al público de El Vendrell.
La segunda parte del concierto fue otra historia. Si la primera se había construido sobre el equilibrio y la perfección formal del genio barroco, aquí Tetzlaff se permitió una exploración más arriesgada. Abrió con Signos, juegos y mensajes de György Kurtág, una obra contemporánea compuesta por miniaturas breves, a veces desconcertantes, siempre de gran exigencia expresiva. Con sobriedad y un punto de solemnidad, anunció los títulos de los fragmentos antes de tocarlos. Entre pasajes de una delicadeza punzante y estallidos inesperados, la obra dividió al público: algunos salieron cautivados, otros visiblemente desconcertados, e incluso se oyó algún que otro bufido. Su entrega, sin embargo, fue incuestionable. En un momento casi coreográfico, mantuvo una nota en una cuerda al aire mientras pasaba la página con la otra mano, sin perder la tensión.
La última obra del programa, la Sonata número 1 de Eugène Ysaÿe, supuso un regreso a un lenguaje más reconocible, aunque no menos exigente. El estilo romántico con aires neobarrocos permitió a Tetzlaff desplegar una sonoridad cálida y compacta. Fue una elección inteligente para cerrar el programa oficial, con coherencia y peso.
Pero el concierto no acabó ahí. Ante el entusiasmo del público, que estalló en aplausos y vítores, el intérprete ofreció dos bises de Bach: el Andante de la Sonata número 2 y la Gavotte en Rondeau de la Partita número 3. Y cuando parecía que vendría un tercero, empezó a tocar, hizo unos compases y se detuvo para anunciar, con una sonrisa socarrona, que eso era todo. El público, divertido, recibió la broma con risas y una ovación final.

Christian Tetzlaff saluda al final del concierto, recibiendo los aplausos y vítores del entusiasta público en el Auditorio Pau Casals de El Vendrell.
Y en medio de esta excelencia, la condición humana. Los grandes silencios que Tetzlaff supo construir convivieron con el pequeño bullicio habitual de un concierto de verano: una buena cantidad de toses repartidas por toda la sala y una coreografía sonora de abanicos, especialmente intensa en la primera parte. Este último elemento, aunque por momentos invasivo, llegó a crear una extraña armonía con los pasajes más sutiles del violín. Una especie de diálogo involuntario —o quizá colaboración climática— que, en todo caso, aportó un toque de ironía y cotidianidad al concierto.
Christian Tetzlaff cautivó al público de El Vendrell con una propuesta de alto nivel, no solo por la exigencia del repertorio, sino por el compromiso con que la abordó. Tocó con intensidad, inteligencia y pasión, dejando claro que, en buenas manos, un violín no es solo un instrumento brillante: es una voz que explica, incomoda, respira y conecta, sin artificios, con quien escucha. Una velada de esas que dejan huella.