Diari Més

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Es cierto que la esperanza de vida es cada vez más larga. Hace 20 años (2004) se situaba en 80,29 (83,57 mujeres y 76,98 hombres), y en el año 2024 es de 84,00 (86,60 mujeres y 81,30 hombres), un incremento del 3,71 (3,03 mujeres y 4,32 hombres), según información de “datosmacro.expansión), cifras que demuestran que la esperanza de vida ni se estanca ni retrocede; muy al contrario, se incrementa. Es cierto que en el último siglo se ha detectado, en los países más desarrollados, una disminución de la mortalidad, que puede ser motivada principalmente por las mejoras en cuestiones de salud y por un nivel de vida más saludable.

La cercanía y calidad en la prestación sanitaria, así como los avances tecnológicos y los nuevos fármacos más efectivos, la educación en los cambios nutricionales, más sanos y menos agresivos para el organismo, y el ejercicio físico como instrumento de mantenimiento de un cuerpo más saludable y ágil, todo ello ha contribuido a que la mortalidad sea inferior, incluida la infantil y, por lo tanto, la esperanza de vida crezca. España lidera la esperanza de vida en los países occidentales; quizás, aparte de los factores antes mencionados, en nuestro país deberíamos añadir la más que conocida y saludable dieta mediterránea.

La realidad es que las personas mayores viven más años en unas condiciones más agradables, tanto en lo que se refiere a la movilidad como en lo mental, por aquello que a veces oímos decir coloquialmente: “tiene la cabeza en su sitio”. Ante ello, la pregunta que nos podemos hacer es: ¿la sociedad está preparada para asumir este hecho?, en especial sus gobernantes, o bien, ¿se sigue pensando y actuando en que los mayores son un producto caducado en una empresa, que su actividad se debe circunscribir en cuidar a los nietos, que la vida cotidiana debe transcurrir entre las paredes de un “casal”, centro cívico o residencia de mayores, o que no están capacitados para ser parte activa en los quehaceres cotidianos de la sociedad?

También algunos jóvenes, aunque pocos, padecen el síndrome de “edadismo”, ven a los adultos como un estorbo o competencia. Recuerdo cómo una joven, recriminaba a un político por el simple hecho de estar activo con 67 años, invitándole, con cierto tono impositivo, a que se quedara en su casa, sin reflexionar que el bienestar de muchos jóvenes se debe al trabajo de muchas personas a las que califican despectivamente de viejos, cuando éstos han dado todo lo mejor de sí mismos para conseguir una sociedad mejor, y que aún mantienen las suficientes fuerzas físicas y mentales para seguir aportando.

Ha llegado el momento de que la sociedad, y en especial sus dirigentes, se percaten y actúen en consecuencia. Son cientos de miles de los 12 millones de jubilados y pensionistas que tiene España, los que se encuentran en plenas condiciones para seguir o incorporarse en el tejido activo de la sociedad, con motivo del imparable alargamiento de la esperanza de vida y que no son simplemente votos. Teniendo en cuenta que solo este sector puede aportar un valor que otros no lo tienen, la “experiencia”, fruto de los conocimientos que han adquirido en el transcurso de sus vidas, una maestría que no debería ser invisible y mucho menos ignorada.

Se hace necesaria una auténtica concienciación, poniendo los mecanismos necesarios, para aplicar actuaciones encaminadas a aquellas personas que cada vez dispondrán de más años de vida. No se les puede tratar como clases pasivas, que ya nada pueden aportar, ni se les puede aparcar en actividades que no son propias a su estado de salud. Se deben diseñar políticas en las que los mayores se sientan útiles, pudiendo dedicar más años de su vida a participar activamente en los quehaceres de la colectividad, pero con el convencimiento de que se les necesita y de que no se trata de una obra social, ni tampoco un nicho de votos.

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