La peligrosa politización de la Justicia: ¿garante del Estado de Derecho o campo de batalla partidista?
La justicia constituye, en toda democracia constitucional, el último ‘dique’ frente a los abusos del poder. El constituyente español de 1978 lo entendió con claridad al proclamar en el artículo 117 de la Constitución que los jueces y magistrados son independientes, inamovibles y sometidos únicamente al imperio de la ley.
Esa afirmación encierra la esencia misma del Estado de Derecho: que ningún ciudadano, por poderoso que sea, puede sustraerse al control de la legalidad. Sin embargo, la fortaleza de este principio no se mide solo en el plano normativo, sino también en la percepción social de imparcialidad. Y en la España actual esa percepción se halla gravemente erosionada por la utilización partidaria de la justicia, convertida cada vez más en terreno de confrontación política.
El bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial constituye un ejemplo evidente de esta deriva. El órgano que la Constitución configuró como garante de la independencia judicial aparece hoy como escenario de una negociación de cuotas entre partidos.
La imposibilidad de alcanzar acuerdos no solo paraliza el funcionamiento normal de la institución, sino que proyecta hacia la opinión pública una imagen devastadora: la de un poder judicial cuya independencia depende de la correlación parlamentaria del momento. Lo que debería ser un mecanismo de contrapeso se transforma en moneda de cambio, debilitando así la confianza ciudadana en que el poder judicial es efectivamente autónomo.
La situación se agrava si se observa el papel de la Fiscalía General del Estado. Aunque la Constitución establece en su artículo 124 que el Ministerio Fiscal actúa con arreglo a los principios de legalidad e imparcialidad, su dependencia orgánica del Gobierno y la forma de designación de su titular han facilitado una lectura en clave política de sus decisiones.
Cada movimiento del Fiscal General es analizado no por su fundamento jurídico, sino por su presunta afinidad o no con el Ejecutivo que lo nombró. De este modo, lo que debería ser un garante de la legalidad objetiva se convierte en un actor sometido a sospecha permanente.
Los riesgos de esta instrumentalización son múltiples. En el plano social, se erosiona la confianza de los ciudadanos en la justicia. Si las resoluciones judiciales son percibidas como productos de la afinidad ideológica, dejan de ser vistas como decisiones imparciales y pasan a interpretarse como jugadas en un tablero político.
En el plano interno, se generan incentivos perversos dentro de la propia judicatura y la fiscalía: la carrera profesional puede terminar condicionada no por el mérito ni la excelencia, sino por la cercanía a tal o cual partido. El resultado es un círculo vicioso en el que la politización alimenta más politización y degrada la imparcialidad del sistema judicial.
El fenómeno no es exclusivo de España. En Polonia y Hungría, la captura partidaria del poder judicial comenzó con pequeñas reformas justificadas como ajustes técnicos y terminó con un control político de los tribunales que ha motivado procedimientos sancionadores de la Unión Europea.
Allí la independencia judicial se degradó lentamente, sin rupturas súbitas, hasta que los jueces dejaron de ser contrapeso del poder y pasaron a convertirse en instrumentos del mismo. España no se encuentra aún en esa situación, pero la persistencia en la instrumentalización de la justicia constituye un terreno abonado para una deriva semejante.
Conviene recordar que la separación de poderes, núcleo del constitucionalismo moderno, no es una abstracción teórica sino un mecanismo práctico de equilibrio.
El Parlamento legisla, el Gobierno ejecuta y los jueces controlan la conformidad de ambas funciones con la Constitución y las leyes. Si ese control se percibe como contaminado por intereses partidistas, el sistema entero se tambalea. La justicia deja de ser árbitro para convertirse en jugador, y al hacerlo pierde su legitimidad originaria. Una democracia en la que los ciudadanos ya no creen en la imparcialidad de los jueces es una democracia profundamente debilitada.
La salida a esta situación pasa por una necesaria transformación cultural en el discurso político: los partidos deben dejar de utilizar cada resolución judicial como un arma electoral. La justicia no puede seguir funcionando como prolongación de la contienda política, porque entonces deja de cumplir su función más esencial.
El verdadero riesgo no es coyuntural, sino estructural. El peligro no reside únicamente en que en un momento concreto la justicia sea utilizada como instrumento político, sino en que los ciudadanos acaben asumiendo como natural que todas las resoluciones responden a intereses partidarios. Cuando esa percepción se instala, la justicia deja de ser garantía y se convierte en campo de batalla.
Y cuando la justicia es percibida como campo de batalla, el Estado de Derecho deja de ser un espacio seguro para todos y se convierte en un escenario más de lucha por el poder. Ese día, lo que habrá quedado debilitado no es una institución concreta, sino el propio pacto constitucional sobre el que descansa la democracia.