Diari Més

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Cuando Lluís Llach cantó La Gallineta por primera vez, en 1972, yo llegué a Catalunya. A la estación no vinieron a recibirme ni el alcalde, Vilar Guix, ni el gobernador civil, Antonio Aigé. Si fuera ahora, al menos esperaría que viniera la del Gabinete Caligari. Ese año, en la escuela Primo de Rivera de Reus, doña Modesta, la profesora, ya gritaba ¡calleeeeu! tan de moda en las aulas, pero yo no sabía qué quería decir y algún cachete me cayó. Empezaba a tener amigos que hablaban catalán. A algunos no les entendía, pero eran años en los que lo que te interesaba era ver a Fofó, aprender a fumar y mirar «de otra manera» a la vecina, no al Pompeu Fabra.

Mi tío Paquili trabajaba en la Base de Rota y ya chapurreaba la lengua de John Ford. Pensé que podría aprender al mismo tiempo el inglés y el catalán. Y contento me fui a la secretaría del cole a preguntar si hacían algún cursillo. Me dijeron que no, que la lengua catalana estaba vetada, pero que si quería aprender inglés tenía más vías que la Estación de Francia. Pensé que podría comprar fascículos del Opening para aprender. Cuando fui al quiosco, junto al Follow Me, había un Interviú con una señora poco de misa, curiosa conexión, y ya no tuve tiempo de estudiar. Dos años después fui a la casa del alcalde de Reus, Juan-Amado Albouy, que me preguntó cómo no entendía el catalán. Le dije que en la escuela no nos lo enseñaban. Ayer recordé esos tiempos de inmersión imperial. La historia termina así: nunca cogí ni un libro de catalán, ni hice una hora de clase, pero intenté ir a un examen por libre y me dieron el C1. No será tan difícil, ¿no? Debo terminar, que a mí sólo me pagan por escribir 155 palabras. ¡No cuente hombre, que es una ironía!

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