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El Tapiz de la Buena Vida, un espejo para la crisis del presente

Tapiz de la Buena Vida.

Tapiz de la Buena Vida.Arquebisbat de Tarragona

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A finales del siglo XV, el arzobispo Gonzalo Fernández de Heredia, humanista, diplomático al servicio de la Corona de Aragón y 43 presidente de la Generalitat (lista histórica), mandó traer desde los talleres flamencos de Arrás un tapiz monumental: una alegoría del buen gobierno, las virtudes y las artes liberales. Lo donó al cabildo de la Catedral de Tarragona como instrumento moral. En una época de tensiones políticas y reformas eclesiásticas, Fernández de Heredia quiso dejar a su Iglesia una enseñanza visual: que la autoridad solo se legitima cuando se gobierna con sabiduría, prudencia y justicia.

Durante siglos, esa gran lección dormía olvidada, relegado el tapiz, también conocido como de las Potestades, a la penumbra de los depósitos del cabildo. Gracias a los inventarios eclesiásticos y a la Exposición de Arte Antiguo de Barcelona (1902), se redescubrió su existencia y valor. Su recuperación fue el recordatorio de que la memoria moral de una comunidad puede perderse tan fácilmente como una obra de arte mal conservada.

Hoy, contemplar el tapiz en el Museo Diocesano de Tarragona es enfrentarse a una paradoja. Tejido hace más de quinientos años, su iconografía medieval parece hablar directamente al presente.

En el centro del tapiz, el lema Hic est historia bonae vitae –«Ésta es la historia de la buena vida»–, adquiere un tono casi provocador. La buena vida del siglo XV era la vida justa, equilibrada, guiada por la virtud. La nuestra, en cambio, se mide por la visibilidad y la velocidad. Hemos cambiado la prudencia por el impulso, la justicia por el cálculo, la sabiduría por la opinión. Si el tapiz proponía un modelo de gobierno iluminado por la razón, nuestra política actual parece diseñada para el espectáculo y la supervivencia del ego.

La enseñanza del tapiz era, en sentido aristotélico, la vida buena y feliz, aquella que el Estado debía procurar mediante leyes justas, educación moral y fomento de las virtudes. Nuestra política, en cambio, parece haber renunciado a esa tarea. Se limita a administrar necesidades, a gestionar urgencias, sin propósito ético alguno. Gobierna cuerpos, no conciencias; ofrece bienestar, pero no sentido.

Las figuras alegóricas del tapiz a las Artes Liberales –Gramática, Retórica, Geometría, Música– nos recuerdan la importancia del conocimiento como fundamento de la convivencia. Son la base del juicio, del diálogo y de la medida, es decir, las condiciones de la libertad. En una época de desinformación y polarización digital, estas figuras adquieren un valor simbólico renovado: representan la educación como antídoto contra la ignorancia emocional y el ruido mediático. La lógica y la retórica del tapiz medieval son, hoy, las herramientas que necesitamos para discernir entre verdad y manipulación.

También están en el tapiz representadas las Virtudes cardinales, las mismas que nuestra cultura contemporánea ha relegado al plano de lo decorativo. La templanza frente a la ansiedad del consumo; la prudencia frente al dogmatismo de las redes; la justicia frente a la indiferencia social. Si el tapiz proponía una arquitectura moral para la vida pública, nuestra época parece vivir sin plano, sin urdimbre, confiando en que el tejido no se deshilache.

El arzobispo Fernández de Heredia entendió que la belleza enseña, que el arte educa y que la autoridad tiene un deber formativo. Por eso donó el tapiz, porque creía que la Iglesia y el Estado deben guiar a los ciudadanos no solo hacia la prosperidad, sino hacia la vida buena y feliz, aquella que nace de la virtud. Su gesto fue una lección de gobierno, de espiritualidad y de cultura.

Hoy, redescubrir el Tapiz de la Buena Vida debería impulsarnos a preguntarnos qué hemos hecho con esa herencia. ¿Qué tipo de felicidad promovemos? ¿Qué virtud enseñan nuestras instituciones, nuestras leyes, nuestros medios? Tal vez el tapiz, desde su silencio tejido, nos diga lo que no queremos oír: que el fin último de la política no es administrar la vida, sino hacerla digna de ser vivida.

El Tapiz de la Buena Vida no pertenece al pasado, sino a la conciencia del futuro. Nos recuerda que la felicidad sin virtud es ilusión, y que el Estado que renuncia a educar moralmente a sus ciudadanos acaba gobernando sobre un vacío; que el poder sin virtud se corrompe. El legado del donante no fue solo un tapiz, sino una advertencia.

La verdadera buena vida (la que Fernández de Heredia quiso legar) no consiste en tener más, sino en ser mejores.

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