Opinió
Nombrar el genocidio, organizar la respuesta
Hay una palabra que muchos sienten, pero que pocos nos atrevemos a pronunciar: genocidio.
Es una palabra que flota en el aire, pero que cuesta decir en voz alta. Incomoda tanto que preferimos hablar de todo menos de eso. Pero ya no podemos seguir callando. El pueblo palestino no necesita más metáforas, ni tecnicismos, ni rodeos diplomáticos. Necesita que digamos lo que está ocurriendo por su nombre.
Lo que estamos presenciando, documentado por medios independientes y organismos internacionales, es un proceso de destrucción sistemática. La aniquilación de un pueblo confinado, hambriento, bombardeado y desplazado una y otra vez. Una operación que no responde a ninguna lógica de victoria militar ni mucho menos a una estrategia de defensa. Su finalidad última es el exterminio. A estas alturas, negar el término genocidio no es prudencia diplomática. Es blanqueo y complicidad.
Y sí, cuando se comete un genocidio, una parte clave del combate es el lenguaje. El susodicho relato. Así fue en la Alemania nazi, cuyo eufemismo “solución final” ocultaba el horror tras una frase burocrática. Hoy, el vocabulario vuelve a estar en disputa. Asedio o defensa propia, niños muertos o daños colaterales, pueblo palestino o terroristas de Hamás. El lenguaje no es neutro. Elegir una palabra u otra es tomar partido.
Mientras tanto, Europa guarda silencio. Sus políticas y acuerdos comerciales sostienen la maquinaria que permite este exterminio. La compraventa de tecnología militar y la ambigüedad diplomática garantizan que el genocidio continúe sin apenas resistencia real. Se atisban pasos para romper la tendencia, pero los lentos mecanismos de la Unión no sirven para dar oxígeno a un pueblo más que sofocado. Los días se cuentan por vidas de civiles arrebatadas.
En paralelo, el gobierno de Israel, conocedor de la importancia de ganar el relato, trata de lavar su imagen a través de plataformas culturales como Eurovisión. Pero solo engaña a quien se deja engañar. Basta con seguir la huella del dinero saber que hay algo turbio detrás. Esponsorizaciones discretas, contratos opacos y presunta manipulación del televoto con el objetivo último de maquillar la violencia. Así, mientras las cámaras enfocan el espectáculo, se endurece la masacre.
Afortunadamente, no todo está perdido. Desde abajo, algo se mueve. Grupos que se niegan a tocar en el Viña Rock por coherencia ética. Universidades que votan cortar lazos con instituciones israelíes. Estudiantes que acampan. Sindicatos que se posicionan. Movimientos que reclaman sanciones. Banderas palestinas ondean en balcones y estadios. Gestos que, si bien son piedras contra tanques, remueven conciencias y nos colocan frente al espejo. Porque si el Holocausto judío absolvió al mundo por su ignorancia, esta vez nadie podrá decir que no lo vio venir.
Mal que pese, el horror vuelve a repetirse bajo otros nombres. Las víctimas se tornan victimarios y el silencio y la indiferencia nos hacen cómplices. Es por ello que no debemos callar. Aunque individualmente sea una quimera detener la maquinaria genocida, la presión social sí puede, al menos, contribuir a debilitar complicidades.
Porque pensar con rigor implica también tomar partido. Y, si bien no tomaremos las armas para defender al pueblo palestino, sí podemos actuar con las letras, las palabras y el consumo consciente.
Es ahí donde el movimiento BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones), impulsado por la propia sociedad civil palestina, cobra más importancia que nunca. BDS propone una respuesta no violenta, colectiva y profundamente ética. No colaborar con quienes sostienen el crimen. No legitimar a quienes lo blanquean. No comprar, no consumir, no financiar. Propone interpelar desde lo que está en nuestra mano. Desde el aula, el sindicato, la universidad, el centro de trabajo o el barrio. Porque en lo cotidiano también se libra la batalla política.
¿Y cómo se traduce eso? Por ejemplo, no comprar dátiles israelíes de marcas vinculadas directamente a los asentamientos ilegales, y elegir en su lugar productos de comercio justo o de origen local. No consumir marcas, servicios o empresas con fuertes vínculos económicos o tecnológicos con el ejército israelí. Presionar para que nuestras universidades no mantengan convenios académicos con instituciones cómplices. Reclamar a nuestros bancos y fondos de pensiones que retiren inversiones de empresas que proveen al aparato militar de ocupación. Exigir a nuestro gobierno que no comercie con ellos.
Se trata de acumular presión allí donde más duele: en el bolsillo. El objetivo no es castigar por castigar, sino señalar responsabilidades y forzar que sea la propia sociedad israelí (muchas veces crítica con el radicalismo sionista), así como los sectores económicos que se benefician de la guerra, quienes exijan un cambio.
A veces la historia nos pone a prueba sin avisar. Nos obliga a mirarnos a los ojos. Esta vez no podremos decir “no lo sabíamos” cuando ya sea demasiado tarde. Porque lo sabemos. Sabemos también dónde está la huella del dinero, y a quién sirve el silencio. Actuemos con lo que tengamos. Antes de que sea tarde. Incluso algo tan simple como mirar la etiqueta de lo que consumimos puede ser una forma de ser parte de la resistencia.