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Como agua, inodora, incolora e insípida

Exregidor de Cultura de Tarragona

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Finalizaba agosto, mi nieta Caterina vino a pasar unos días con nosotros. Regresando de dar una vuelta, como si fuera el preludio de las fiestas, me soltó este pepinazo: «Avi, Tarragona huele a meados.» Tenía razón. Me tragué ese sorbo de garrafón. ¡Y no paseó por el barrio del Puerto!

Ese era el comienzo del artículo. Justo al momento, mi vejete ordenador –quizá por el efecto indecente de la frase– sufrió un colapso y quedó negro. Imposible reanimarlo. ¿Debió ser un aviso de pausa? Por si acaso, decidí tomarme con él unos días de asueto mental, incluyendo lectura de prensa local. Pasada la Mercé, me puse al día. Nuestro primer edil Pep Felix Ballesteros, sabedor de que fatalmente no era desimputado y desoyendo las pitadas, anunció que volvía a la brecha, a por la siguiente alcaldía. Arropado e impelido por su partido socialista. Que precisa como sea mantenerla, dudosas las de Barcelona, Lérida y Gerona. De inmediato deduje que empezarían las promesas. Incluso aquellas que, como decía Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid, no precisan cumplirse. Veremos. ¿Volverá a prometer la limpieza de calles con agua y jabón? De inmediato, instalado en pleno tufillo y síndrome preelectoral, anunció el arreglo y puesta en marcha de varios mini parques infantiles, incluyendo el tan anunciado del Banco de España. Fáciles de cumplir en unos meses.

Lanzado a abrir una incógnita caja de Pandora, Ballesteros debería ser consciente que el poder desgasta, que tiene la espada de Damocles del juicio Inipro, – no se lo deseo– que los barrios reclaman, que la ciudad está sucia, que se inunda, – el concejal de Territorio dice que el remedio es construir un gran colector, pero no encuentran financiación. Para los Juegos la encontraron– que, además, le han fallado las dos estrellas justificantes de su proyecto en esta década: Los Juegos que, según la mayoría de la ciudadanía, sin lluvia casi naufragaron –casi, porque los salvaron voluntarios y deportistas– sin agua, como la ceremonia inaugural, incolora, inodora e insípida. Juegos que eran su espléndido y suculento caldo de cocido político, su alimento de las próximas elecciones municipales. Que el otro ingrediente estrella: la inmediata llegada de Ikea, naufragada, dejando sin sustancia el cocido. Cayó, como el agua que furiosa nos anegó y directa al mar, empujada por trámites y lentos años de espera. Resultado: desperdiciado el cocido, indigesto para los intereses de la empresa.

Subestimando la aleccionadora e inquietante situación, Ballesteros rápidamente ha inventado nuevo y sabroso ingrediente: Si obtiene la alcaldía –luego sin esa condición–- promete el autobús gratis para enero. ¿Cómo? Sí. Y añade, con seguridad, que tendrá capacidad muy alta de inversión. ¡Qué bien! Y digo yo, siendo así, debería moldear la promesa añadiendo la total renovación de la anciana flota. Por favor, reflexione si resulta imprudente mantener autobuses con más de 25 años. La ciudad agradecería esa zambullida. Esperando que sea firmemente y veraz, evitándonos el misterioso retraso de la Tabacalera, Banco de España, mamotreto del Milagro, calles peatonales isla Corsini, barrio del Puerto, accesos a la pasarela, calle Pons d’Icart, etc.

No obstante, se le perciben mejoras de criterio. Nuestro alcalde ha pasado de no ceder el padrón para el referéndum sin permiso del Estado, a insinuar que pactará con Esquerra Republicana–su continuo azote opositor– y permitir lazos amarillos. ¡Qué bonito¡ Pero, atención, gobierna Tarragona con el PP, partido que, en Madrid, anuncia presentar proposición de ley para evitar los «lazos amarillos independentistas» cesando a los altos cargos que los consientan.

El PP se siente sólido, con un flamante presidente, que haciendo tándem con Ciudadanos –¿será cierto que Cs se fundó por una rabieta interior del PP?– se empeña en ignorar que los lazos son sólo un emblema de libertad para los presos políticos y exiliados. No dudo del ferviente tarragonismo y la buena fe de los militantes del PP que tenemos aquí de concejales. Pero, lógicamente, en período preelectoral deben apoyo, como todos, a su partido, que contínuament solicita al presidente del Gobierno la aplicación inmediataq del artículo 155, de dureza corregida y aumentada.

Como acostumbro, he consultado la historia, que durante siglos demuestra lo indecible de guerras, ataques, oprobios, miserias, pestes y abandonos que ha sufrido Tarragona. Pero, como ave Fénix, siempre ha sabido recuperarse con honor. Hoy no me referiré a los últimos acontecimientos, como el cepillado del Estatuto legalmente aprobado –gérmen y semilla, entre otros motivos, del independentismo– ni a los cañonazos, a cada 50 años, deseados por el general Espartero. Tampoco la guerra del Francés o la ferocidad de Felipe Ven 1714.

Situaré la historia en el año 1374. Tarragona tenía dos coseñores: el rey y el arzobispo. Cuando se convocaban las Cortes, la ciudad asistía, pero sin intervención, porque primero eran vasallos del arzobispo, al que debían obediencia, homenaje y fidelidad... La tensión entre los dos señores era constante. Hasta que un día, el rey –que ya debía estar harto del juego del arzobispo– erróneamente decidió, por las buenas, tomar la ciudad y todo el Camp de Tarragona para si y la corona real. Mandó al gobernador de Catalunya Ramón Alemany a recibir el homenaje de los cónsules y habitantes de la ciudad. Pero esos cónsules, el capítulo y los ciudadanos, se opusieron. Ya estuvo liada, porque el rey ordenó el secuestro de las rentas, frutos y bienes de los capitulares. Y, además, sus oficiales maltrataron a eclesiásticos, familiares y ciudadanos. Tanto se calentó la situación que, al año siguiente, el rey suavizó y tuvo que revocar aquellas disposiciones contra el arzobispo, aboliendo la fidelidad y homenaje que al rey le debía la gente de la ciudad y restituyó todos los derechos al arzobispo. Posteriormente, en 1386, concedió que se valoraron en 7.000 libras los estragos y daños causados a la iglesia de Tarragona. Acabó bien.

Encontré este poco conocido retazo de nuestra historia. No creo que se pueda establecer alguna similitud o coincidencia de actitudes y personajes con la actualidad de Cataluña y Tarragona con el Estado. Eran otros tiempos. Curiosamente, ahora el presidente Sánchez se compromete a pagar, muy fraccionada, a la Generalitat, la antigua deuda del Gobierno central, que asciende a más de siete mil millones. Y remató con mejorar económicamente la autonomía. Gracias señor presidente, pero no es eso.

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