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Casa Boada cierra definitivamente, pero sin un futuro muy claro

El mítico local de bocadillos no abre desde abril y ya ha recibido numerosas muestras de afecto

Eduard Boada, dentro de su local, en el número 23 de la calle Rovira i Virgili.

Casa Boada cierra definitivamente, pero sin un futuro muy claroCristina Aguilar

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«Pensaba que me iba», dice Eduard Boada, dueño de Casa Boada, el mítico establecimiento de venta de bocadillos de vanguardia en el centro de Tarragona. En el mes de abril tomó la decisión –por enfermedad– de cerrar de manera provisional, pero ahora ya anuncia que se ha acabado la aventura de manera definitiva. «Yo vivo en el mismo edificio, arriba, y al principio bajaba y lloraba para no poder abrir», dice, «ahora ya me he hecho en la idea». El local del número 23 de la calle Rovira i Virgili no dejará, sin embargo, de tener actividad. Uno de los proyectos que Boada, que ya suma 77 años, tiene en mente es hacer un listado de personas a quien, una vez por semana «pasado fiestas», ofrecerle un «despido» con uno último de sus bocadillos. Se trata de una idea todavía por perfilar y que «necesitará la ayuda de los hijos» ya que, dice, «conozco gente pero no sé donde viven ni como encontrarla».

Tarragona se queda, de esta manera, y ya definitivamente, sin uno de los bares con más prestigio de la ciudad. Un lugar donde ir a desayunar y que está «lleno de recuerdos» no sólo para el propietario sino también para los numerosos clientes que lo visitaban a menudo. «Yo hacía bocadillos de vanguardia, en los bocadillos ponía el alma y los hacía en función del cliente que tenía en frente, en función de sí era joven o mayor o de lo que le podía gustar», a la vez que remarca que «que yo me los pudiera comer, que hoy día los cocineros hacen platos que no se les comerían ni ellos mismos». Finalmente, ahora hace cerca de ocho meses el reloj se detuvo, eso sí, «con las pilas dentro» sufrió una «ducha fría» que lo apartó de la restauración. «No podía aguantar, tenía ganas de morirme», se lamenta. En todo este tiempo, no sólo la fachada del establecimiento sino también su teléfono particular se ha ido llenando con mensajes de «estima» que ahora quiere recompensar de alguna manera. «Lo he pasado muy mal», asegura, «y ahora veo la luz, ahora estoy muy bien». Han sido cuarenta años de dedicación «con vocación y afecto» y no para ganar dinero. «No era un negocio, aquí nunca nadie se quedó sin comida por falta de dinero, sí por falta de pan» recuerda. Uno de los rasgos diferenciales en la última década es precisamente que los clientes, si querían comer, en ocasiones se tenían que llevar ellos mismos el pan. Cuando las barras se acababan, Eduard Boada sólo vendía el contenido, no el continente.

Relevo

Uno de los principales enigmas que ni siquiera Boada sabe responder es qué pasará con el local a medio plazo. «Es mi casa», asegura. «Hace tiempo me planteé enseñar el oficio a alguien, es un trabajo humilde», añade, pero tampoco ve claro que el local se pueda convertir en un negocio muy diferente de lo que fijó su padre cuando el año 1977 le cedió el relevo.

«A mí me gustaba casi todo menos eso, el periodismo, la fotografía...», recuerda, «pero fui ayudando a los padres y le cogí afecto». Tampoco descarta, sin embargo, volver a ponerse detrás de la barra. El tiempo dirá qué será de uno de los establecimientos históricos de la ciudad.

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