Diari Més

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He pasado junto a un contenedor y he visto una pila de libros en el suelo. No os extrañará porque seguro que a vosotros también os ha pasado. El otro día vi a un amigo abogado que estaba revolviendo un contenedor y lo primero que me vino a la cabeza es que, con este año de confinamiento, los únicos litigios que se han iniciado son con la pareja, para decidir quién de los dos ha de tender la ropa o fregar los platos. Saludé al letrado, que estaba de espaldas, y, pensando que debía llevar a las manos libritos de jamón con queso caducados, le trasladé mi pésame. «¡Ey! ¿Estás pasando por un mal momento? ¿Quieres que me pelee con alguien para que tengas un caso de faltas de lesiones?». Cuando se dio la vuelta, llevaba en las manos media docena ... no de libritos, sino de libros, los de papel -hoy en día, con tantas maquinitas se debe especificar-. Lo primero que hizo fue insultarme: «Moisés, inculto, si estudias Derecho deberías saber que las faltas ya no existen». Me explicó que estaba haciendo eso tan de moda ... ¿Cómo era? Ah sí, «indultos», porque llevarse a casa algunos títulos era una especie de condonación del vertedero, o de un Fahrenheit 451.

Yo cuando me encuentro libros en la basura, mi cerebro empieza un proceso de recuerdo que parte del momento en que piensas: «De esto podría escribir un libro». Pasas un año con un teclado y una pipa en la boca, de las de fumar, en las horas que no hacen ruedas de prensa con militares por la pandemia, discursos de «Su graciosa Majestad», guerra en la Via Laietana o actuaciones de Pitingo. Cuando tienes el borrador, lo envías a la editorial, corrección, maquetación, escoger la portada, la imprenta, la distribución, la presentación ... Y, el año siguiente, aún en pandemia, ya encuentras el libro tuyo en la basura. Ahora voy a hacer una confesión, el indigente no era un abogado, era un periodista. Era yo.

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