Diari Més

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Me queman los ojos. No veo ni las letras. Begoña Floria me ha preguntado si ha muerto el Catena. ¡Como! ¡No es posible, si tengo un audio suyo en WhatsApp! Vuelvo a oír su voz con la extraña sensación de escuchar a alguien que ya no está. «El día que tú digas vamos a comer. Cuídate». Dentro de unos días íbamos a Cal Xim de Sant Pau d'Ordal. Yo paso habitualmente por delante de su casa, en Cervelló, y sabía que sentarse a la mesa con gente de Tarragona le hacía ilusión. De hecho, hablar de la vida y -iba a decir de la muerte- era uno de sus placeres, hacer tertulia, una sobremesa en la que siempre destacaba los temas de justicia social, y aquella lógica política que se ha perdido. Con Ángel podías decir que eras un enamorado del Madrid donde él vivió en los años sesenta, el de los trabajadores, los de Carabanchel. Pero también entendía la justicia de quienes quieren que el mundo respete ese derecho natural que no entiende de códigos ni de letras. No conozco a nadie que tengan la calidad personal de Ángel, la profesionalidad como fotoperiodista y las inquietudes hacia la naturaleza, el amor a la astrología y el valor de la amistad. La primera vez que coincidimos era en 1986. Yo había comprado una cámara de fotos y me habían enviado al Galas de Salou para entrevistar a Paco de Lucía. No tenía ni idea y él se acercó a explicarme qué tenía que hacer. El jueves hablaba con Juárez de la pérdida de amigos que se sucedía. Lo decía cerca del Ángel, en el mercado, donde ha quedado el testimonio de su mano con la cámara, las imágenes de una Tarragona que amaba. Al marchar, nos dimos un abrazo. Ninguno de los dos sabíamos que era el último. «Gracias por haber venido, Moi». Gracias por haber vivido, Ángel.

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