Diari Més

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Durante una década fui inspector gastronómico de la guía Gourmetour. Mi trabajo no era tan triste como el vuestro, yo era como un registrador de la propiedad, que me pagaban para pasármelo bien. La mujer era quien reservaba, y luego llegaba yo, con gabardina y un diario, para que no me reconocieran. Si hacía calor, debajo de la gabardina no llevaba nada. ¿Podéis borrar de la mente esa imagen, por favor? Después pagaba, les ponía una puntuación y escribía un articulito como este, pero menos divertido. Hoy vengo de comer en un restaurante donde he pedido que me pusieran patatas fritas. Ha sido pronunciar estas dos palabras y es como si hubiera gritado «¡indulto, yaaa!» en una concentración de VOX. La camarera ha puesto cara de pocos amigos: «¡Aquí no hacemos patatas fritas! Pero tenemos patatas asadas, ensalada de patatas, puré de patatas, tártar de patatas y la patata caliente.» Viendo la reacción de la mujer, no he osado a preguntar por qué aquella sencilla preparación era un sacrilegio. He recordado un día que entré en el restaurante Les Moles, en Ulldecona, y me entregaron la cuenta antes de comer. Afortunadamente era una performance, y la cuenta se comía. También he recordado una cata a ciegas que hice en Bruselas, donde puntué el Tetrabrick Monsieur Simon, con la nota más alta, eso después de fardar de que era de Jerez, la ciudad del vino.

Cuando salía del restaurante de la patata, he visto en la puerta una fotografía en blanco y negro de una señora que tenía pinta de haber hecho la primera comunión en 1947. He preguntado a la camarera quién era. «Mi bisabuela. Tuvo un accidente en 1962, el Gordini que conducía chocó con un camión Pegaso que transportaba aceite».

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