Diari Més

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En las clases de criminalista que hacíamos a la Guardia Civil de San Pablo, allá en el Paralelo, a las autopsias del Clínico o el Instituto Anatómico Forense y en las clases en Egara de Mossos, había visto cosas sorprendentes. No, no eran los armarios donde guardan las porras, ni las cuadras de los caballos que cita siempre Samper cuando habla de manis.

Quedé parado cuando supe que había una base de datos de huellas ... ¡de orejas! O que muchos delincuentes actuaban descalzos para que no les identificaran por las bambas. Estos son los que van en silencio, con guantes, suben por una pared, entran a la vivienda y lo primero que hacen es ir a la nevera y coger una cerveza. Tiran la lata a la basura, la poli analiza su ADN y, hala, ¡para la furgoneta!

Pero lo que no había visto nunca es que se detuviera alguien por su olor. Yo ya habría detenido más de uno en el autobús o en el metro y, si este es el parámetro delincuencial, las universidades están llenas de presuntos. La mujer dice que yo cuando no salgo de casa en una semana -por confinamiento o porque he hecho un artículo antifascista- no debería ser arrestado, sino ejecutado en la guillotina. La cuestión es que un pobre hombre que había entrado a robar en varias casas de Portbou, en vez de ir a buscar la cerveza o el whisky, iba detrás del perfume de la víctima y se rociaba como si fuera el Felipe González poniéndose protección solar en su yate. Los Mossos lo detectaron por su fuerte olor a perfume. No, al Felipe no, al ladrón de Portbou. Ahora haré un chiste de primero de guión: «Se ve que la poli se olió algo raro». O sea que este hombre lo que quería era hacerse con las colonias. ¿De qué me suena esto?

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