Diari Més

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En los años setenta llegó una familia a la Fonda Reus, el negocio de mis padres. Eran unos chilenos que vivían en Ginebra, entiendo ahora que era por persecución política. Eran unos turistas extraños, porque venían de Suiza, pero hablaban un castellano «diferente». En algunas conversaciones detecté sorprendido palabras que decía mi abuela, Mari Pepa, nacida en 1892. Ya os hablaré un día de mi abuela, que tocaba el piano y vivía en un piso que le había concedido la bodega González Byass, a Jerez. Mi abuela utilizaba palabras de orígenes ancestrales y desconocidos. Muchas de ellas venían del árabe y enseguida las detectabas porque empezaban por «al», por ejemplo, un «alcaucil» era una alcachofa.

Giré la cabeza como un cachorro de fox terrier cuando aquel chileno-helvético dijo: «se cayó el café, PIDE una jozifa». Jozifa? ¿Cuándo había hablado mi abuela con aquel señor de Ginebra? La verdad es que muchos siglos antes, los españoles habían llegado al país andino de la mano y las armas del Valdivia. Ellos habían transmitido a los indígenas aquella palabra árabe (algafiffa) que se convertiría en «jozifa» y serviría para denominar un trapo sucio y mojado, una especie de bayeta o fregona sin palo. La Mari Pepa había aprendido aquella palabra a finales del siglo XIX, de niña, en Sevilla, y aquel chileno la debió aprender de su abuela, en los Andes. La palabra había sobrevivido y superado fronteras. En Cataluña, aquel trapo sería un «eixugall», que a mí me suena como llaman a un pavo en el Valle de Aran. Hoy, viendo que la moda es despedir a miles de empleados cada día, he recordado las empresas que entonces te daban un piso, y las de ahora, que te tratan como una jozifa.

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