Diari Més

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Estaba en el Mercadona del «Roig» más azul que conozco cuando he oído unos gritos espeluznantes. El supermercado se ha vaciado de gente, y hasta los cajeros y los de seguridad corrían como si hubiese venido de Madrid un tío para pagar los ERTES. Algo terrible pasaba. Como soy un poco lento de reacciones, al pasar por las cajas sin nadie allí me he metido en el bolsillo cuatro chocolatinas y unas pilas ¿Qué? ¿No lo hacía la Cifuentes? ¡No voy a ser yo menos! He ido andando detrás de la multitud por la calle Reding y enseguida me he imaginado lo que pasaba. Olía a quemado y, como soy criminalista, he deducido que debía haber un incendio en la zona. He rezado para que no fuese ni en el Hotel Urbis, ni en el carrillón del Mercat. Correos no me extrañaría, porque le hubiese metido fuego yo mismo después de pasar una mañana entera para enviar dos paquetes.

Había una multitud en la plaza Corsini que no me dejaba ver, parecía una visita de Franco en los años sesenta. Me he aupado a una caja de madera que había en el suelo y he llegado a ver una chica atada a un tronco sobre unas brasas humeantes. La mujer rogaba que no la quemasen. He preguntado a una señora con un bolso de Gucci que tenía al lado qué había hecho la muchacha. «Perdone, quizás es de la CUP o amiga de Hermán?». «No, no, peor», me ha contestado. Realmente debía ser un delito terrible porque ejecutar como a San Lorenzo a una aprendiz de peluquería no es propio de estos tiempos, a excepción, claro, que hubiese aparcado la moto sobre la acera en una calle de Tarragona. La señora del cardado lila y una cabeza de visón colgando del cuello me ha susurrado a la oreja: «Se ve que lleva todo el día caminando por la ciudad sin mascarilla». ¡Terrible!

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