Diari Més

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Era la noche del 2 de octubre de 1986. De repente, se empezó a oír el ruido del horror. Yo llamo así a la rúa de sirenas que lloran por las calles cuando hay una tragedia. Ferran Calabuig entraba en la redacción con el rostro descompuesto explicando que estaba en un concierto en la Arrabassada cuando un tren se llevó un grupo de chicos, dos murieron y once quedaron heridos. Cada vez que oigo «Loveparade» mi cerebro se va a aquella terrible noche de lloros y sangre, pero también en lo que pasó los días siguientes: nadie se hacía responsable. La imagen de uno de los padres que habían perdido un hijo, pidiendo justicia, desesperado, loco, se me quedó grabada en la memoria. En el «Loveparade», en Duisburg, se vivió el mismo horror y también el fenómeno de tirar la piedra y esconder la mano. Hice un artículo el año pasado diciendo que los que organizaron aquella trampa con 21 muertos eran unos hijos de puta. Pero ahora, al ver en elBildque el juicio y el caso se ha cerrado sin sentencia, ni culpable, simplemente estoy decepcionado del mundo. La justicia, no la de Timor Oriental, ni de Liberia, la del milagro industrial, del desarrollo, la de las libertades, la de los Audi y la Merkel, se ríe ante los padres de los jóvenes que murieron. Han hecho todo lo posible, sin disimulo, para que la vista fuese lenta, llegase la prescripción y el caso quedase sin culpables. Pero, no contentos con eso, ahora han decidido acabar el juicio. Claros prevaricadores. Un caso con víctimas mortales cerrado sin sentencia en la Europa del siglo XXI. Si la intención era hacer mofa de las familias y los muertos, esta Alemania moderna se parece más a aquella Alemania antigua.

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