Diari Més

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Soy un hombre sano. Es curioso, porque no me gusta el deporte, como peor que escribo y, para mí, «ducha» es una palabra vasca. Sólo tengo una enfermedad que es como los Nadal, que aparecen cada diez años. Ya la bautizaron pensando en mí: «diverticulitis». Pese a ese nombre, no es nada divertida. En 2007 me llevaron a un hospital de Barcelona a pasar diez días crucificado, sin beber ni comer.

A mi lado estaba Amado, un hombre de Bonansa -un pueblo de Huesca, no de la familia Cartwright- a quien habían operado del corazón. Un domingo que no había nadie por allí, me sorprendió ver al cardiólogo que le había operado pasar visita «de paisano». Le pregunté a la enfermera y me dijo que el médico tenía fiesta pero que sufría por Amado. En principio yo, cuarenta años más joven que él, tenía que irme pronto del hospital por mi afección leve, mientras él tardaría más tiempo en recuperarse. Pero le dieron el alta y yo me quedé allí. No me enviaban a casa porque me habían encontrado un «bulto» que no les gustaba. Pensé lo mismo que pensáis vosotros ahora. Fue una noche mala, me la pasé mirando por la ventana de la calle Viladomar pensando cosas extrañas. De repente, en la oscuridad de la habitación que ya no compartía con nadie, noté una presencia. Era una enfermera que se acercó en silencio, se sentó a los pies de mi cama y me cogió la mano para decirme que no sufriese, que no pasaría nada. Me quitó las agujas del brazo y… al día siguiente «aquello» había desaparecido. Estos días recuerdo a aquel cardiólogo y aquella enfermera que ahora se juegan la vida. Son los mejores, como Amado, que murió años después. Mi aplauso. Mi homenaje.

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