Diari Més

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Me dolió profundamente el suspenso veraniego del Auditorio, de un plumazo y con modales suavones se acabaron los Festivales de Tarragona. ¿Traía malas notas? Pues no, al parecer no cabían en la nueva programación cultural.

No guardo silencio ante la decisión, con rasgos de trivialidad del Concejal de Cultura, sus razones tendrá. El Auditorio, que no ha envejecido y que viví culturalmente, incluso antes de serlo, tiene que escapar al destino del ocaso, de otros teatros. Murió el romano –el más importante– recibiendo un trato brutal durante más de mil años y sus restos masacrados el siglo pasado. El Ateneo acabó víctima de un incendio y el Gran Teatro Principal, de largo recorrido, tuvo que apechar ante el bum inmobiliario. El Auditorio, para mí con pátina de nobleza, posee características únicas, la grandeza de la muralla iluminada como telón de fondo es su escenográfica simple convertida en sirviente especial de aquellos dramas clásicos, líricos, comedias y sugestión latente en espectáculos y conciertos. Siendo un mozuelo tuve la oportunidad valiosa de actuar allí como extra en algunas representaciones de teatro clásico, sobre aquella infraestructura provisional. Eran efímeras intervenciones mudas e ilusionadas, alentados por la facundia de José Ema, entusiasta de vocación teatral y posteriormente ánima de movimientos teatrales y artísticos, como el Teatro Club Atenea que durante años, en condiciones precarias, demostró, con mucha dignidad que, en tiempos difíciles, había ganas de hacer teatro y buenos actores.

¿Tan grave está el Auditorio como para fallecer ? Pervivencia no se le ha negado. ¿Hay una luz de esperanza solo apagada con final del tiempo hasta los nuevos comicios? Pensativo y sereno, para humanizar el paisaje y como homenaje merecido a su funcionalidad y espectacular marco, relataré mi grata experiencia de dieciocho meses como novel concejal de Cultura. Era 1990, antes de plantear los Espectáculos de Primavera y Festivales de Tarragona, por transparencia y equidad no debía decidirlos a mi gusto, activé una apresurada y sencilla consulta reveladora de la preferencia de los vecinos. Aún lejos de dominar la escena, fué coser y cantar. En primavera –siguiendo mi tradicional curiosidad histórica recordaré las actuaciones en boga famosas y en su envoltorio perfumado de la época– Teatro Dramático nacional, Gila, Zarzuela «Cançó d’amor i de guerra», Trono Villegas. Albert Pla, Corals Al·leluya y Tarragona, Orquestas Cámara de Praga, Graz, Solistes Txecs, Budapest, de Varna, Cuartet Teatre Volshoi Moscú. En Festivales: La Cubana, Scott Hamilton y varios grupos de Jazz, Tennessee, El Último de la fila y en el Auditorio: Lluís Llach, Teatre Lliure, Teatre Condal. Jornades de Dansa, Makinavaja, Opera de Pekin, Calígula y Norma Duval. Sin dirigismo, fué ratificado por aforos rebosantes y no recuerdo crítica alguna, salvo políticamente por la carpa y los asientos, que defendí a ultranza.

Como un plus intangible, relataré dos curiosas anécdotas relacionadas con artistas. La primera en el Auditorio, fui con el alcalde Nadal a saludar a Raymon, que estaba atareado en pruebas de sonido. En la soledad del escenario, aproveché para decirle que siendo niños habíamos jugado juntos. Ante su sorpresa añadí: «Soy el nieto de Maria la Guapa. – eso ya fué suficiente». Lo aclararé: Mi familia, oriunda de Xàtiva, antes de la guerra, por razones políticas y de trabajo, se trasladó a Tarragona.

Mi madre, cerca de cumplir el noveno mes de un embarazo inesperado, como era costumbre viajó a casa de su madre en Xátiva y allí nací. Pasado un mes volvimos a nuestra casa de la calle Smith. Desde los siete años cada verano me mandaban en agosto a casa de mi abuela –de apodo María la guapa– que vivía casi a las afueras del pueblo, junto a la calle Blanc, donde jugaba Raymon y los mas cercanos niños de mi edad.

La obsoleta segunda: La calle Hermanos Landa (Unió) –actualmente con demasiados locales vacíos– era poderosa arteria comercial, atractiva para transeuntes que subían al centro y especialmente tripulantes de barcos mercantes. A mis diez años estaba relacionado familiarmente con Bodegas Martínez, prestigioso comercio de la esquina con Pons d’Icart. Pepi, la dependienta, soltera en edad de merecer, a fin de atender esa clientela extranjera pensó tomar clases particulares de inglés. El profesor, joven director del Sindicato de Iniciativa (Rambla Nova, actual Viena) ya tenia otro alumno. Entendiendo aquella época, no estaban bien vistos encuentros mixtos en nocturnidad. Honestamente Pepi me propuso que yo asistiera, como carabina, a las clases. Acepté, mejoraría mi primero de bachillerato. Aquello no llegó a durar dos semanas, Un muro infranqueable imposibilitó lograr mas de tres minutos de lección, las carcajadas e incontenibles risas impedían la seriedad del tema. Lógico, aquel alumno, vecino de la calle Pons Icart, era Casto Sendra, el famoso humorista Casen, que después voló muy alto en los teatros y el cine.

Me queda espacio para otro claroscuro cultural, que afecta a mi especialmente estimado barrio de Campclar. Resulta que además de las quejas de los vecinos por la falta de mantenimiento urbano del barrio y la desinformación sobre las actuales obras de los Juegos – ejecutadas por empresas foráneas que no han supuesto oportunidad de trabajo – se enteran que el Ayuntamiento renunció a una biblioteca para el barrio y como coronamiento ahora proyectan otras cinco hasta el año 2022, pero ninguna en Campclar. ¿Qué deben hacer, esperar un quinquenio corriendo por la Joya del Anillo olímpico para merecer una biblioteca?

Disculpa por desvelar aspectos íntimos.

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